Imagina que vives en un país donde muchos consumen “productos lácteos” que no contienen nada de leche. Lo sabes, y lo saben todos. Pero en las tiendas —por un precio accesible— solo encuentras esas imitaciones: blancos, cremosos, espesos, con sabor a algo que se parece a la leche… y aun así no lo es.

Los empaques son diseñados con el único y gran propósito de venderte una imagen: manchas blancas y negras imitando piel de vaca, dibujos de praderas verdes, tipografías campestres, sellos que dicen cosas como “100% natural”, primeros planos de vacas felices bajo enorme cielo azulado. ¡Es un espectáculo! un espectáculo que busca darte la sensación de autenticidad. Todo, desde los colores, las imágenes y hasta las palabras milimétricamente medidas, están hechas para que olvides que no proviene de ninguna vaca real.
Y aun así, las compramos.
No porque seamos ingenuos, sino porque es lo único que podemos pagar. La leche verdadera existe —en algún lugar, para alguien más—, pero no pertenece a nuestro mundo cotidiano.
Con el tiempo, la idea de la leche se vuelve borrosa. Lo que bebes, aunque falso, se vuelve la referencia, a lo que los lácteos deben ser. Tu paladar se acostumbra. Tus hijos crecen sin saber cómo sabe la leche de verdad. La falsificación se convierte en tradición, se vuelve la normalidad. Lo más inquietante es que ni siquiera has visto una vaca en tu vida. No conoces su tamaño, su olor, su ritmo tranquilo, ni cómo se ordeña. No has tocado su piel ni escuchado su mugido. No tienes forma de distinguir la realidad de la imitación porque nunca tuviste acceso a otra realidad. Y así, es como comienza la híper-normalización.
La mentira se vuelve la única verdad, se vuelve, incluso, más verdad que la verdad. Su etiqueta ahora es más real que el origen. Y la gente termina defendiendo el producto falso, porque ¿cómo cuestionar algo que crees que siempre fue así?
En ese país, la industria sin vacas prospera. Los productores saben que nadie va a exigir autenticidad: no puedes reclamar leche verdadera cuando jamás has conocido una vaca. El sistema se vuelve estable, funcional, cómodo para quienes lo dirigen. Todos saben que es artificial, pero todos se comportan como si fuera genuino. Y la pregunta incómoda es esta: ¿cómo reclamar una verdad que jamás te dejaron conocer?
Y la triste realidad es que: La hipernormalización no solo te vende una realidad; te adoctrina a defender que esa realidad es la única que existe.
¿Qué es la hipernormalización?
El término hipernormalización fue acuñado por el antropólogo Alexei Yurchak para describir la etapa final de la Unión soviética. En aquellos años, “la gente sabía que el sistema en el que vivían era insostenible” pero continuaba con sus vidas, perpetuando una “normalidad” que ya no se correspondía con la realidad. Todos sabían que el orden socialista estaba quebrado —las colas interminables, la escasez crónica y la guerra en Afganistán lo evidenciaban—, pero nadie podía imaginar una alternativa. En público actuaban como si todo siguiera normal, repitiendo, una y otra vez, rituales vacíos mientras en privado asumían que no había más remedio. Yurchak lo llamó hypernormalization para capturar esa paradoja: una aceptación colectiva, una fe falsa pero generalizada en un sistema, que, claramente estaba dejando de funcionar.
Fue un pacto colectivo, explicaban los soviéticos: “todos sabemos que el sistema está podrido, pero fingimos que no es así para poder seguir adelante”. En la hipernormalización, “en lugar de normalizar, llevamos la ficción a un nivel hiperbólico, a una exageración tan absurda, donde la mentira se convierte en la norma”. Se pone más empeño en defender la apariencia—los eslóganes, los épicos desfiles, panfletos políticos— que, en buscar atender el conflicto, en buscarle solución. Por eso, cuando el régimen soviético finalmente colapsó en 1991, “no sorprendió a nadie” a pesar de que, hasta poco antes, tal derrumbe hubiera parecido impensable.
Así pues, la hipernormalización acaba por describir un fenómeno social inquietante: la realidad se torna tan compleja, caótica o absurda que la gente, incapaz de cambiarla o incluso comprenderla, opta por aceptar una versión ficticia y simplificada de esa realidad.
El estado en que la falsedad se asume como verdad cotidiana.
Los ciudadanos terminan apoyando activamente el statu quo defectuoso simplemente porque no vislumbran otra opción. En palabras del propio Yurchak, durante el ocaso soviético el discurso oficial se había vuelto tan predecibles, tan vacíos que la gente lo seguía “porque eso luego les habilitaba una dimensión performativa” para sobrevivir el día a día.
Dicho de otro modo, todos jugaban el juego de la normalidad ficticia, repitiendo las frases de siempre, sabiendo que nada cambiaba, pero esperando sobrevivir dentro de la mentira compartida. Los problemas se habían vuelto tan grandes, tan sistemáticos y tan metidos en lo más profundo del kernel, que, vaya… resulta que el individuo por sí mismo no podía hacer nada.
Cuando la impunidad se vuelve costumbre
Pero la hipernormalización no se quedó en el pasado, con la Unión Soviética. En América Latina, lamentablemente, no nos es desconocida esa sensación de vivir en realidades falsas que, a fuerza de repetirse día tras día, generación tras generación, se vuelven “normales”. Diversos intelectuales y periodistas de la región han adoptado explícitamente el término hipernormalización para describir nuestros propios males crónicos: corrupción estructural, violencia endémica, impunidad de las élites y ciudadanos resignados. El escritor cubano Iván de la Nuez, por ejemplo, señala que la hipernormalización es un concepto fértil para entender tanto la crisis del comunismo como la del capitalismo y “lo que hoy se ha dado en llamar mundo postdemocrático”. En una columna reciente, de la Nuez definió esta condición como “una forma de vida sin alternativa” donde los sistemas (sean del signo ideológico que sean) se perpetúan simulando normalidad mientras la gente corriente siente que nada puede hacer para cambiarlos.
Los casos latinoamericanos abundan. En Venezuela, luego de años de colapso económico y autoritarismo, el académico Isaac Nahón-Serfaty describe que el país “está entrando aceleradamente en una etapa de falsa prosperidad o hipernormalización”. El chavismo, tras devastar la economía, ahora fabrica la ilusión de que toda mejora, y muchos venezolanos —agotados y empobrecidos— terminan aceptando esa ficción de prosperidad porque aferrarse a ella resulta psicológicamente más llevadero que enfrentar la cruda realidad. Es la continuidad del “como si” soviético en clave caribeña: un país entero fingiendo que va bien cuando a todas luces no lo está.
La prensa latinoamericana incluso ha adoptado un tono casi literario para denunciar este fenómeno. Una revista cultural describió la hipernormalización como “el arte de mirar hacia otro lado mientras el mundo arde”. Esa frase —que suena a metáfora, pero no lo es— apunta al núcleo del problema: nos hemos vuelto expertos en fingir que no pasa nada, en seguir con la rutina diaria, aunque las instituciones se estén incendiando a nuestro alrededor. Es un tipo de cinismo colectivo, casi una autodefensa psicológica ante la corrupción y la violencia: sabemos que allí están, pero las damos por sentadas. La corrupción deviene paisaje.
Guatemala: la corrupción como paisaje cotidiano
En ningún lugar duele tanto esta descripción como en Guatemala. Nuestro país ofrece un ejemplo paradigmático de cómo la corrupción pasó de ser un vicio denunciable a una condición casi ambiental, asumida por muchos con resignación. Aquí, la hipernormalización toma la forma de una frase que se escucha con frecuencia en boca de la gente: “Así es Guatemala”. Se pronuncia con los hombros encogidos ante cada nuevo acto de corrupción revelado, como diciendo: ¿qué esperabas? Es la constatación de una costumbre arraigada.
Guatemala vivió en 2015 un parteaguas: el caso La Línea, una red de fraude aduanero que involucraba al entonces presidente Otto Pérez Molina y su vicepresidenta Roxana Baldetti, provocó indignación masiva y protestas ciudadanas sin precedentes. Aquella primavera de 2015, miles de guatemaltecos salimos a las plazas a exigir la renuncia del binomio gobernante. Fue un despertar cívico histórico contra la corrupción. Sin embargo, incluso en medio del clamor popular, muchos comentaban “esto no es nada nuevo; siempre se supo que los funcionarios robaban”. La sorpresa no era que existiera un esquema corrupto en las aduanas —eso, en el fondo, pocos lo dudaban— sino más bien que por primera vez hubiese consecuencias (los mandatarios tuvieron que enfrentar juicios y la prisión). Esa mezcla de indignación y fatalismo refleja cuán normalizada estaba ya la corrupción en la psique colectiva.
Tras la caída de Pérez Molina, Guatemala experimentó un breve rayo de esperanza anticorrupción. Gracias al trabajo de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) y fiscales valientes, salieron a la luz decenas de casos que implicaban a altas figuras políticas, jueces, alcaldes, empresarios, narcotraficantes y redes ilícitas enquistadas en el Estado. Parecía posible, por un momento, des-normalizar lo que antes se aceptaba con cinismo. Pero la historia dio un giro oscuro: en 2019, el gobierno saliente desmanteló la CICIG y comenzó una contraofensiva para restaurar el viejo orden de impunidad. Desde que el organismo internacional fue expulsado, los casos de corrupción revelados dejaron de avanzar en los tribunales; muchos quedaron engavetados o diluidos. Jueces independientes fueron perseguidos o exiliados, fiscales encarcelados, y el sistema de justicia pasó a convertirse en el principal defensor de los corruptos. En muy poco tiempo, Guatemala regresó a la “normalidad” de siempre: la de la corrupción estructural sin castigo.
Hoy, diversos indicadores confirman esta triste realidad. Según índices internacionales, Guatemala figura consistentemente entre los países más corruptos de América Latina. Un informe comparativo de 2024 (CESLA) nos situó con un nivel de corrupción de 84 sobre 100 (donde 100 sería el peor), muy cerca de la situación de Venezuela y solo superados por esta en la región. Más allá de las estadísticas, las anécdotas y experiencias cotidianas hablan de una cultura de la ilegalidad: trámites públicos que “no caminan” sin sobornos, políticos que roban con descaro y aún son reelegidos, redes clientelares que reparten favores a plena vista, un sentido generalizado de que quien no tranza, no avanza. Como lo señaló un columnista, “la corrupción se ha convertido en una costumbre, en una práctica cultural que norma el modo de hacer las cosas en las instituciones”. Es decir, se ha vuelto la regla no escrita que guía el funcionamiento tanto del sector público como, muchas veces, del privado. Desde el burócrata que pide “algo para el café” hasta el empresario que acuerda comisiones ilícitas en un contrato estatal, todos operan bajo lógicas que se han institucionalizado con el tiempo. En Guatemala, la corrupción ya no es solo actos individuales desviados: es un sistema reproducido generación tras generación.
Sin embargo, incluso en esta arraigada hiper-normalidad chapina han surgido destellos de cambio. El año 2023 vio la sorpresiva elección de un gobierno reformista que hizo de la lucha contra la corrupción su bandera. El presidente Bernardo Arévalo ha planteado un discurso frontal contra las redes clientelares y prometió rescatar la justicia. Su sola llegada al poder desafió el cinismo imperante, encendiendo una chispa de esperanza. “El gobierno actual de Arévalo representa nuestra oportunidad para salir de la corrupción… Es el momento de detenerla”, escribió un académico guatemalteco, urgido por canalizar las expectativas ciudadanas en reformas reales. Miles de personas salieron de nuevo a las calles a finales de 2023, esta vez para defender el resultado electoral ante maniobras judiciales que buscaban anularlo. Fue como si una parte de la sociedad por fin hubiera visto a la vaca verdadera: tras décadas acostumbrados a “leche aguada”, muchos guatemaltecos probaron la posibilidad de un gobierno honesto y no quisieron soltarla. La resistencia a las viejas estructuras corruptas —visible en protestas, movimientos juveniles, comunidades indígenas y voces del periodismo independiente— indicaba que la hipernormalización podía, quizás, empezar a resquebrajarse.
Romper la hipernormalización no es sencillo; implica combatir no solo a los corruptos, sino algo más esquivo: la aceptación social de la corrupción. Implica desaprender la resignación, recuperar la capacidad de escandalizarse y, sobre todo, imaginar alternativas. Significa reclamar esa “vaca” que nunca nos dejaron conocer. En Guatemala y otros países del Sur global, esto pasa por exigir instituciones que funcionen de verdad —una justicia que no mire a otro lado, una democracia donde el voto cuente sin fraudes, una economía donde las reglas no estén amañadas—. Supone, en definitiva, reconectar las palabras con su contenido: que “natural” vuelva a significar natural; que “justicia” signifique justicia. Mientras la falsa leche siga llenando los anaqueles, el reto ciudadano será no olvidar que existe otra cosa, aunque aún no la hayamos visto con nuestros propios ojos. Solo recuperando esa conciencia crítica podremos evitar que la mentira siga siendo más cómoda que la verdad, y desactivar la hipernormalización que ha mantenido cautiva a toda una sociedad.





